Cuando no encuentres donde dejar tu coche, jamás lo hagas en una zona de Aparcamiento Reservado… si quieres conservar tus pelotas.

Llovía como casi siempre. Decenas, cientos de madres esquivaban el tráfico camino de casa, con sus retoños colgados de los brazos. Agus, retenido en su BMW, imaginaba tórridas aventuras con todas ellas mientras tarareaba una canción de los «Tres Sudamericanos».

Los cristales empañados le aislaban de su entorno, haciéndole sentir el rey del mundo en el centro del atasco.

Agus tenía treinta años. Se casó por interés a los veintiocho con María, una fea y rica heredera. Como era de esperar se trataba de un ser insoportable y un poco putón. El también lo era, aunque con menos éxito.

Era pequeñito, moreno, fuerte, y gastaba gomina por kilos. Usaba tejanos ajados y se enorgullecía de ser tan retrógrado como su abuelo.

Como todos los días se dirigía a «CACHA’S», el gimnasio de Manolo Cacha, el que fuera dos veces campeón Nacional de Culturismo.

A Agus le gustaba cultivar su cuerpo; quizá para compensar sus pocas luces; quizá para tener algo de lo que hablar. No lo sé, lo cierto es que le encantaba marcar un paquete taurino y unas nalgas apretadas. Siendo más joven, su culo había estado en el punto de mira de todos los maricones de su barrio. El las exhibía orgulloso y, aunque no se comía un rosco, siempre lucía la mejor de sus sonrisas.

Al llegar a su destino el aparcamiento estaba imposible. Agus dio vueltas y más vueltas a la manzana, ampliando cada vez más su recorrido. Tanto se alejó del gimnasio, que llegó a pasar varias veces por delante de su oficina, lugar del que, a pesar de encontrarse a 300 metros, había salido hacía una hora y media.

Cuando de nuevo pasó frente al gimnasio, a pesar de las advertencias que Josean, el conserje, le hacía siempre:

– No lo aparques nunca allí… «porque te llevan».

Agus estacionó en una zona de aparcamiento reservado para minusválidos.

Con culotte amarillo chillón, ceñida camiseta rosa fucsia, bambas blancas, y muñequeras y cinta azules a juego, se topó con Josean.

– ¿Qué tal, Agus?.
– Muy bien, hombre. ¿Y tú?.
– ¿Conseguiste la alarma para el coche?.
– ¡Sí, claro! Por 500 Euros menos que aquí, en Andorra Ya te dije que la encontraría más barata.

Había instalado un sistema de seguridad en su coche de 2000 Euros., que había comprado en Andorra un colega de un primo del socio de su mujer. Tras varios desperfectos, ajustes y reajustes, había acabado pagando 250 Euros más cara que la que le ofreció Josean en la tienda del hermano. Pero a ver quien era el guapo que reconocía la jugadita.

Tras despedirse de Josean puso cualquier excusa para regresar al coche al recordar que, después de tamaña inversión, nunca la conectaba.

Junto al vehículo, dos enormes agentes de tráfico observaban al mecánico municipal que sudaba bajo el BMW, mientras trataba de alcanzar el eje delantero para llevárselo con la grúa.

Los guardias sonreían luciendo sus dientes afilados. Calculaban los beneficios del día en concepto de comisiones por multa. Ellos también soñaban con comprarse un «carro» como el de Agus, al que por cierto le restaban por pagar más de dos tercios. Pero es otra historia.

Agus con el aspecto de una Lady gaga  intergaláctica, trató de hacerse el colega; montó en cólera; intentó el soborno; subió sobre el capó del coche;…

… y acabó esposado en comisaría, compartiendo celda con un par de borrachos y tres conductores más.

– Don Agustín Rebolledo y Campoagrio, jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, en el nombre de Dios y ante las Sagradas Escrituras.- preguntó el juez.

– Sí … claro.

– ¡NO! … ¡Claro, NO! Diga: «Sí, lo juro».

– Sí, lo juro – contestó Agus atemorizado.

– ¿Es cierto que en el día de autos, usted aparcó su vehículo en zona de estacionamiento reservado a minusválidos… que profirió todo tipo de insultos hacia las personas de los agentes Canuto y Gómez… que lucía un aspecto impúdico en la vía pública… y que se encontraba indocumentado?

– Sí, …pero…

– ¡Haga el favor de no sublevárseme, o me veré obligado a acusarle de desacato!. ¡Conteste!.

La sala abarrotada esperaba impaciente el final de la vista. Todos aguardaban el juicio de las once, en el que Jorge Javier Vázquez demandaba a Paz Padilla por restarle protagonismo en el caso del falso Máster de Belén Esteban que conmocionaba al país. Pero dado el carácter inquisitivo de su señoría, un interés creciente se adueñó de la audiencia.

– Sí, es cierto señor juez. –

Agus comenzó a envalentonarse.

– Estacioné en zona reservada para minusválidos. Pero también es cierto que no había donde aparcar en todo el barrio…Intenté encontrar sitio, pero no hubo manera y …

– ¡Señor Rebolledo! – gritó el juez colérico – ¡CALLESE!.

– ¡No me da la gana!

Rugió Agus enfurecido.

– ¡Sabe lo que le digo!, yo me paso todo el día trabajando y tengo derecho a aparcar donde me dé la gana. Además, voy a decirle algo…, esos tullidos a los que usted tanto defiende y que no tienen nada que hacer, que vayan en autobús…, o que se vayan a la mierda. ¡Está claro!

Los ojos del juez se salían de sus órbitas. El público se revolvía en sus asientos. El fiscal señalaba a Agus inquisitoriamente mientras le llamaba – ¡CABRON!

El abogado defensor se ocultaba bajo la mesa rezando en latín.

Al oír el revuelo, varios alguaciles asomaron sus calvas seseras por puertas y ventanas.

Agus se sentó furioso. El juez, aparentemente más relajado, se desabrochó la toga con parsimonia. Un botón tras otro, hasta que al llegar al último se incorporó, observó a la sala, y sin quitarle ojo, colocó sobre la mesa el muñón de su pierna derecha.

– ¡CIELOS! – pensó Agus – … ¡La cagué!

El fiscal que continuaba señalando a Agus, desenroscó su mano amenazadora, que resultó ser una prótesis, y se la arrojó al acusado.
Agus no daba crédito a lo que allí ocurría, miró hacia el público en busca de algún gesto de complicidad. Pero lo que encontró fue un auditorio que se desnudaba poseso y babeante, luciendo todo tipo de mutilaciones y añadidos.

Sobre Agus cayeron brazos y piernas;  ojos y pollas; dentaduras, mamas y todo lo que la mente del lector pueda imaginar.

El griterío era ensordecedor.

Agus corrió a protegerse acurrucado a los pies de la taquígrafa. ësta le observó con desprecio, y le escupió su lengua ortopédica.

El juez golpeó la mesa con el muñón y, como por arte de magia, se hizo el silencio.

Se deshizo de su peluca, miró hacia la puerta y, dirigiéndose a un alguacil – que con su oreja derecha sujeta con su única mano habil comentaba indignado los sucesos-, ordenó:

– ¡Que venga Magín!

Con la rapidez que s epuede esperar de un funcionario de justicia, varios ujieres despejaron el estrado. Tumbaron a Agus sobre él con las piernas y los brazos bien abiertos y lo ataron con parsimonia. Parecía caído de un quinto piso y observaba con terror los iracundos rostros los discapacitados que le rodeaban.

Se hizo el silencio. Un gesto de su señoría bastó para que todos se apartasen, dejando al reo a dispopsición de Magín. Era un tipo grande y calvo, con cara de tertuliano y vestía una larga sotana con un alzacuellos luminoso.

– Proceda, Magín! – Ordenó el juez sin mirar a Agus.

Del interior de la sotana, Magín extrajo una enorme sierra mecánica. La arrancó con la segurirad de quien no hace otra cosa en su vida. La sala se cargó con el enloquecedor estruendo del motor, lo que todavía atrajo más curiosos.

Colocó la cuchilla sobre la pierna derecha del acusado y procedió a amputarla.

Un gran chorro de sangre bañó los rostros de los curiosos que, como fieras poseidas por la ira, gritaban, reían y gemían alzando al cielo sus miembros mutilados.

Agus perdió el conocimiento en aquel momento y no lo recobró hasta tres días después. Al despertar en la habitación 312 del hospital provincial, comprobó que  sus dos piernas y la mano izquierda habían desaparecido.

Lloró desconsolado durante todo el día.

Cuando recobró algo la clama y estuvo un poco más tranquilo, comprobó que no estaba solo en la habitación.

En la cama situada junto a laventana había otro hombre, que resultó ser otro reo a quien habían cortado los dos brazos. ëste observaba a Agus  en silencio.

Tras un rato de mutua observación el hombre se decidió a hablar.

– No te quejes, hombre, al menos te han dejado una mano para que te la machaques. ¡Mírame a mí!

Desde entonces, Agus siempre tiene aparcamiento reservado.

 

© «Aparcamiento reservado» es un un relato de Oriol Villar-Pool