
Oriol Villar r. de Hinojosa
Cuando nací no sabía lo que quería ser de mayor. Hoy, que ya paso la cincuentena sigo sin tenerlo claro.
Cuando entro en un salón repleto de gente que se siente lo más cool del universo, me gusta pensar que de pronto se hace el silencio y yo desciendo las escaleras fumando con mi boquilla acompañado de percusiones Swahili.
Pero esto tampoco sé si es muy cierto.
La verdad es que me gusta sentarme delante del teclado y dejarme llevar, siempre ha sido así. Cuando tenía 16 años me regalé una máquina de escribir eléctrica con la que escribí algunos de mis relatos más inspirados. Hoy, cuando echo la mirada hacia el averno del tiempo, sonrío al recordar aquel golpeo sistemático de las teclas sobre el papel.
Nunca he sentido mayor placer que cuando alcanzo un grado de concentración tal que escribo durante varias minutos o varias horas sin levantar la cabeza del techado. En la pantalla de mi ordenador se va construyendo un relato en el que personajes y situaciones cobran vida de modo independiente a mi propia voluntad.
Cuando tras un periodo de reposo del texto y de mi espalda, regreso al papel en el que he dejado parte de mi, suelo sorprenderme. Es muy frecuente que no logre reconocerme en él.
En cierta ocasión alguien a quien aprecio me dijo que no era buena idea desnudarse demasiado frente al folio en blanco. No sé si lo decía en sentido figurado o no, pero no puedo evitarlo. Cómo voy a escribir sobre algo si no conozco las emociones que mis personajes sienten y si no comparto las motivaciones que los llevan a hacer lo que quiera que hagan.
Entonces pensarás querido lector, que todo lo que escribo es autobiográfico. ¡Pues No, no lo es!
Ya me gustaría a mi haber pasado muchas de las cosas que ocurren a mis personajes. Aunque pensándolo bien, en mis historias suele haber mucho dolor. Ya, eso es cierto, pero qué sería de la vida sin el dolor. Cómo ibamos a saber lo que es el placer si no conocemos su opuesto para compararlo.
No hay mayor gozo que el que se compara con el sufrimiento.
A fin y al cabo ambas son sensaciones que le hacen a uno ser consciente de su propia vida y de su existencia.
No hace mucho releí «Sobre la brevedad de la vida» de Lucio Anneo Séneca. En ese texto, el suicida cordobés, afirma que la mayoría de nosotros abandonamos la vida durante los propios preparativos de la misma. Me entristece pensar que la mayoría de la gente que conozco ni siquiera es consciente de esos preparativos. Tan sólo cultivan unos fragmentos hedonistas de existencia que, citando de nuevo a Séneca de forma libre, diré.
«Todo aquel tiempo de nuestra vida que no somos conscientes de que estamos viviendo, no es vida sino tan sólo tiempo.»
Y nuestro tiempo es limitado, de modo que por qué vamos a perder algo tan preciado y tan poco valorado como nuestro tiempo. Tu tiempo… Mi tiempo.
Creo que ya he perdido bastante. He dejado pasar oportunidades y he tratado de encajar en mi propio espacio ya que el de los demás me resulta tan ajeno e inaccesible que ya he dejado de intentar acceder a él.
¿Entonces las cosas que ocurren a mis personajes son experiencias propias? ¡Ojalá!
Algunas emociones, algunos sentimientos, algunas situaciones, algo de todo ello, añadido a una enfermiza capacidad de observación y de escucha, me han llevado a lo largo de mi vida a empatizar con el prójimo, quizá en exceso. La empatía siempre es una sensación excesiva y nada beneficiosa, y yo lo hacía con personas a las que ni siquiera conocía.
En cierta ocasión leí que detrás de todos y cada uno de nosotros, por pusilánimes y «mierdas» que podamos parecer a los demás, siempre hay una historia que nos hace ser como somos, aunque ni nosotros mismos seamos conscientes de ello.
Por eso, porque todos tenemos un bagaje que nos marca, es por lo que no soy partidario de juzgar a nadie. Puedo criticar e incluso mofarme de ciertos comportamientos concretos, pero las personas son algo demasiado importante como para dejarnos llevar por una serie de prejuicios miserables que pretenden tratar de colocarnos por encima del universo.
Mis personajes sufren y sus historias suelen ser dolorosas.
Pero qué es la vida sino un cúmulo de fatalidades regadas esporádicamente de algunas alegrías. Pues entonces si la vida es eso, nada que ver con el valle de lágrimas de los cojones, vivamos cada instante de la misma. Pero hagámoslo del modo en el que sintamos que ese instante, y el siguiente y el anterior, merecen, han merecido y/o merecerán ser considerados vida.
Creo que mis historias aunque reflejen el tedio del ser humano o al menos traten de hacerlo, también pretenden extraer lo que de sustancial hay en él. En ocasiones acompañadas de sudor, en otras bañadas en lágrimas o en sangre, pero siempre intensas y brutales.
No sé si tú querido lector te habrás hecho una idea que quien soy ni de qué es lo que pretendo con estas lineas o con este blog.
Yo tampoco lo sé.
Lo que si puedo decirte es que mucho de lo que vas a poder leer aquí lleva durmiendo en el olvido de mis carpetas durante años y que por fin he sido consciente de que ese no era su lugar, ni el mío.
Los publico a modo de terapia. No por que hacerlo me libere en ningún modo, sino porque quizá el hacerles ver la luz me reafirme en mi propia experiencia y me ayude a continuar vomitando mis emociones al mundo, aunque en ese mundo tan sólo estés tú.
Eso es lo de menos. La realidad es que es precisamente para ti para quien escribo y eres precisamente tú quien me da esa parte de vida que quizá me faltaba para completar mi existencia y transformar mi tiempo y su futilidad en verdadera vida, en una existencia real.
Dudo que nada vaya a cambiar por hacer públicos estos textos. Pero también creo, de echo ya soy consciente de ello, que algo está creciendo en mi. Y es precisamente ahora, aunque pueda parecer algo tarde, cuando comienza, de verdad el gran viaje de mi vida. El verdadero viaje, el que se encamina hacia mi interior, hacia mis emociones, mis ilusiones, mis esperanzas y mis anhelos.
Sólo espero que tú como lector percibas algo de lo que hay en mis relatos, al menos de lo que yo traté y trato de imprimir en ellos.
Citando a Albert Einstein diré que
«La persona que sigue a la multitud normalmente no irá más allá de la multitud.
La persona que camina sola probablemente se encontrará en lugares donde nadie ha estado antes».
Y es ahí, precisamente ahí, en donde me gusta estar, a donde me gusta ir y como me gusta hacerlo. Si deseas acompañarme, serás bienvenido, pero no lo olvides, tú por tu camino y yo por el mío…
… Seguro que acabamos encontrándonos.
© “Cuando nací no sabía qué quería ser de mayor.” es un texto de Oriol Villar-Pool