Aquí tienes la tercera entrega de El beso de Fausto, relato que es sin duda el relato más ambicioso en el que me enfrasqué allá por los años 90. Es una texto inspirado en una noticia que leí en un periódico, cosa que por otra parte era algo muy frecuente en mi obra. El texto retrata las últimas horas de quien ya no encontraba su sitio en este mundo.
El beso de Fausto habla del amor más allá del tiempo y del espacio; de los mundos que desconocemos; del dolor por la pérdida; de la familia como núcleo vertebrador de nuestra existencia…
Cierto es que El beso de Fausto puede leerse como un sueño, pero también como una pesadilla. Eso ya queda en manos del lector.
Allá él… allá tú.
Hoy encontrarás aquí la tercera de las cuatro entregas que componen este relato. Disfrútalo…
Leer: El beso de Fausto 1ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool
Leer: El beso de Fausto 2ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool
Leer: El beso de Fausto 3ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool
Leer: El beso de Fausto 4ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool
Abrió los ojos y se vió a sí misma sola. Las lágrimas nublaban su entorno, pero quiso pensar que todo lo vivido había sido una traición de su imaginación y su memoria.
Sintió miedo.
Todo había sido tan real que por un momento creyó que su vida había sido un sueño, que el ahora su pasado, y su presente un futuro que aún estaba por llegar. Estaba confusa. Nada de aquello tenía sentido. Siempre supo que entrar en el viejo salón de baile no sería una buena idea, y aquello se lo estaba demostrando con creces. Había sido demasiado feliz en su vida como para estropearlo todo en su vejez, con una demencia fruto de sus largos días y oscuras noches de soledad.
Incluso ella misma quedó sorprendida por su lúcida reacción, y secando sus lágrimas observó, con atención y melancolía, aquella habitación a la que ya no regresaría jamás.
Desde la puerta, antes de cerrarla definitivamente, echó una última mirada a todo aquello que tanto la había alterado, emocionándola hasta desbocar su fantasía. Sabía que nada de lo ocurrido fue posible, pero la presencia de Fausto en el ambiente era tan intensa, que lanzó un beso al aire, con la certeza que allá donde se encontrase su marido, lo recibiría con todo el calor y el amor, de aquel primer beso que ella nunca había podido olvidar.
Pruden fue recobrando lentamente la calma. Sus piernas, aún temblorosas, la llevaron pausadamente hacia la planta baja. Tras ella quedaban recuerdos que difícilmente podría borrar de su memoria, y que sospechaba la atormentarían el resto de sus días.
Se detuvo sobresaltada en el descansillo. El silencio se fue rompiendo por un murmullo ininteligible que ascendía desde el salón. Voces masculinas, cuchicheos de mujer, y risotadas de niño, eran cada vez más nítidas y por tanto aterradoras.
» ¿Qué era aquello ? » ¿ Es que hoy todo se había vuelto en su contra ?
Miró al cielo y suplicó clemencia por lo que consideraba una tortura injusta. No se encontraba en plenas facultades, y no estaba para tantas emociones, fueran o no verdaderas.
Era todo tan real. El beso de Fausto había sido tan real que a Pruden le resultaba imposible convencerse de que no había tenido lugar. Pero qué había hecho ella para que sus muertos, a los que nunca había olvidado, no la dejasen descansar.
Las voces aumentaron en número y volumen mientras Pruden, nerviosa, se aproximaba a la puerta del salón. Desde las paredes, los retratos de su pasado la siguieron con una expectante mirada. Querían adivinar su reacción ante lo que tenía por descubrir. Pruden pareció no percatarse de los ojos que la acechaban.
Frente a la puerta, tomó aire para poder afrontar, con fortaleza y serenidad, aquello que la fatalidad le hubiese preparado.
En el interior comenzó a reconocer algunas de las voces que, resultándole familiares, parecían llegar de un más allá demasiado próximo. Creyó oír a su padre, y estaba segura de escuchar a su marido. El terror y la curiosidad, a partes iguales, invadieron todo su ser. Armándose de valor empujó con energía la puerta que, al abrirse del todo, golpeó la pared con un sonoro estruendo.
En las fotografías sonrieron por su coraje. En la salita todo el mundo, que eran muchos, quedó silencioso y expectante ante la brusca entrada de la niña que era Pruden.
Su padre la recriminó con sólo una mirada. Los demás, pasado el sobresalto, retomaron sus respectivas conversaciones sin dar mayor importancia al suceso. A fin de cuentas era una chiquilla, y los niños ya se sabe, cualquier cosa vale con tal de llamar la atención.
Los invitados charlaban amigablemente, embutidos en sus mejores galas, pero Pruden detectó en el ambiente ese extraño olor a muerte que gobierna los hogares en un velatorio.
Pruden con un infantil vestido azul marino y un gran lazo blanco en su cintura, representaba el único punto de color en aquel negro mar de dolor y protocolo. En sus manos una bandeja, sobre ella una botella de vino y unos vasos para convidar a los asistentes, que tan pacientemente vivían la jornada de duelo.
En los pueblos un muerto reúne a los distantes y al final, quien más o quien menos dice algo fuera de tono a causa del aguardiente. Pero de momento todo parecía correcto. No en vano su padre presidía la reunión, con su aspecto de » señor gobernador » más marcado que nunca. Las persianas entornadas refrescaban el ambiente, parapetando a los presentes del feroz sol de mediodía. Esa media luz, y la presencia de un cadáver en alguna parte asustaban a Pruden, muy sensible a todas estas cosas.
Su curiosa mirada atravesó la habitación zigzagueando entre cuerpos que, como en un tiovivo, no dejaban de moverse en todas direcciones. Entre pechos y espaldas, Pruden vislumbró un resplandor tras los visillos de su dormitorio, justo en el otro extremo de la sala. Como si hubiesen leído sus pensamientos, o movidos por los deseos de la poderosa fuerza de voluntad de la niña, los invitados fueron liberando su campo de visión.
Construyeron un pasillo entre ellos, que le permitió ver con toda claridad una silueta que, tras las cortinas, se acercaba con lentitud.
Todos guardaron silencio, y tras abrir las puertas del dormitorio de par en par, se presentó ante ellos un sacerdote ataviado de muerte, con roquete y estola estrenados para la ocasión, y un misal en su mano derecha. El clérigo lanzó una mirada a los afligidos, y con tristeza anunció:
-Ya pueden pasar a verla… El Señor la tenga en su gloria -. A lo que todos respondieron con un » Amén » al unísono.
Con cierto temor, Pruden quiso ser la primera en ver el cadáver, pero al hacerlo desde su posición tuvo que ponerse de puntillas. Cuál no sería su horror al comprobar que en aquel ataúd rodeado de cirios y plañideras, no era otra más que ella misma quien yacía amortajada. La anciana Pruden, guapa y digna como siempre lo había sido, descansaba dispuesta a recibir cristiana sepultura.
Su mirada se nubló por las lágrimas y una gran desazón le invadió todo el cuerpo. Sus piernas flaquearon de nuevo y se sintió morir. Cerró los ojos, se cuestionó otra vez el por qué de todo aquello. ¿Acaso no había sido suficiente hasta el momento?; ¿Acaso ya no había sido bastante con revivir a todos aquellos que la hicieron reír y llorar en vida?; ¿Acaso no era eso bastante?; ¿ Acaso había hecho tanto mal en su vida como para merecer un final tan tortuoso?
Parecía que no.
Parecía que llegados a este extremo, quien fuese el que gobernaba su mente y su alma, había decidido enfrentarla a su propia muerte como una simple espectadora. Lo que es peor, enfrentarla como una niña a quien traumatizar para siempre. Como una niña que vagaría todas las noches de su existencia huyendo de una pesadilla de imborrable recuerdo. Como una niña a la que con aquello se le había privado de por vida, del descanso de los justos. Sabía que desde aquel preciso instante viviría atormentada el resto de sus días.
Junto a Pruden, un hombre a quien no conocía felicitó entre susurros a una vecina recién salida del dormitorio tras el sacerdote.
-La ha dejado tal y como era. Resulta imposible adivinar el tajo… Mejor así, siempre es triste guardar un recuerdo doloroso de aquellos a los que tanto hemos querido.
La niña cerró los ojos y apretó sus labios tragando saliva, en un intento desesperado por borrar todo aquello de sus memoria. Un seco silencio la envolvió y sintió desvanecer la gravedad de su cuerpo. Por fin parecía que su abrumado cerebro infantil iba a liberarse de una angustia difícil de soportar, cuando, en su pecho, sintió una fortísima presión que la ahogaba.
En sus tímpanos comenzó a retumbar con dolorosa constancia aquella frase robada al vuelo del discurso de sus confusiones. » Resulta imposible adivinar el tajo…», » …adivinar el tajo…», » …adivinar el tajo…». Aquello, como un repetitivo tormento, golpeaba su angustia hasta la desesperación. ¿ De qué hablaba aquel sujeto ?. ¿ A qué tajo se refería ?. ¿ Qué trágico final le aguardaba ?. Aquel silencio brutal la abrazaba, contradictorio y enfrentado con el estruendo interior que las palabras del hombre habían desencadenado en ella.
_ ¡ Trae eso !-. Alguien, Fulgen, su hermana, arrebató a la niña la bandeja de sus manos. _ Como te esperen, se nos mueren de sed – recriminó cariñosamente-. ¡ Vaya una mujer de tu casa que estás tú hacha ! – continuó -. ¡ Anda que no te queda por aprender !. ¡ Venga a la cocina, que hay mucha faena !-.
A Pruden le sorprendió el tono alegre y animosos de Fulgen, como la llamaban todos desde pequeñita. Cierto es que su carácter era dicharachero, y las bromas, juegos de palabras y los dobles sentidos, eran parte de su forma de ser. Pero la ocasión, aunque ella no entendía demasiado de esto, no le parecía para aquel desparpajo.
Con remango, Fulgen sirvió de beber a todos los presentes. En ellos, Pruden detectó, o mejor dicho comprobó pues era bien visible, un gran alborozo. Parecía, pensó, que festejasen su muerte con la alegría con la que se recibe a un recién nacido.
Ofendida y embargada por un amargo dolor, trató de contener sus lágrimas. Cómo era posible que tantos y tan diversos invitados – estaba hasta el cabo de la Guardia Civil – hiciesen semejante desprecio en un velatorio. ¡ En su velatorio !. ¿ Tanto mal había hecho en su vida ?, … o iba a hacer, … o … En un instante Pruden comprendió que ya no entendía nada. Había comulgado con ruedas de molino muchas veces en su vida. Aquella mañana, si es que seguía siendo aquella mañana, lo había soportado todo, pero esto era ya demasiado. Pruden niña asistía, rodeada por sus antepasados muertos, al festejo del velatorio de Pruden vieja.
_ ¡ Esto no puede ser !-. Pruden trató de recobrar la calma y forzar a su imaginación a reordenar los torcidos vericuetos de su mente, para devolverla a la realidad. Al abrir de nuevo sus ojos, la realidad por la que suspiraba era aquella y no otra, y tendría que asumirla si no quería enloquecer.
_ ¿ Pero qué es esto ?- exclamó en un susurro casi imperceptible Cifuentes -. Esto es un delirio – aseveró indignado y curioso. Prefirió no aventurar ningún tipo de conclusión científica por carecer de suficiente información para ello, pero lo cierto es que en su larga carrera como psiquiatra, jamás había encontrado nada parecido.
Reclinado en su butaca, trató de asimilar todo aquello que Alcántara le había descrito hasta el momento. Había de reconocer que al periodista le había cautivado la historia de Pruden, y que se despachó a gusto a la hora de relatarla con pelos y señales. Tenía serias dudas sobre si lo que estaba leyendo era fruto de la imaginación de Alcántara – en cuyo caso era un escritor que no tenía claros los canales de difusión de una obra literaria- o estaba completamente loco. Entonces había venido con su manuscrito al lugar exacto.
Pero no había de olvidar que el periodista aseguró al comenzar, que esto no era más que la transcripción de las palabras de Doña María Luisa. Y entonces, o todo era cierto y cada suceso encerraba verdades como puños; o nos encontrábamos frente a un ánima
trastornada y con bastante mala idea; o la famosa Doña Sulfurosa había organizado todo este numerito para deslumbrar a Alcántara, vengar a su gremio de las ofensas de la prensa, y de paso hacerle pasar a él una noche en vela.
Cualquier supuesto era posible, y no podía descartar ninguna hipótesis. Eran las cinco de la madrugada, y llegados a este extremo lo único que podía hacer era continuar la lectura.
Pruden quiso comprobar por sí misma que la situación era realmente tal y como ella la percibía; que su razón confundida no la estaba traicionando de nuevo. ¡ Esto no puede ser !. ¡ Esto no puede ser !, repetía hacia sus adentros. En su fuero interno, y en su orgullo también, albergaba la vaga esperanza de estar en un error. No podían aborrecerla de tal modo. ¡ ¿ Por qué ? !. No podía entenderlo, y , claro está, se revelaba, una vez más, contra lo evidente.
Se abrió camino, con brusquedad, entre los presentes, en un último intento por ver su cadáver, amortajado y tendido en el féretro, y retar con su mirada a aquellas gentes y comprobar si, aún así, eran capaces de seguir riendo.
Fulgen servía vino en abundancia a los invitados. La alegría era colectiva, y Pruden, atrapada en su cuerpo infantil, repartía codazos a diestra y siniestra, luchando contra aquel muro de cuerpos adultos que se interponían entre su niñez y su muerte.
Su padre, Fausto, más alto y fornido de lo que lo recordaba, se cruzó en su marcha, y levantando su vaso, solicitó silencio a todos y los invitó a brindar.
_ ¡ Por Pruden !- Corearon con efusiva sinceridad-.
Por fin, la niña pudo llegar al dormitorio de sus ahogos. Cuál no sería su sorpresa, al descubrir que allí mismo donde hacía nada yacía muerta, lloraba una hermosa niñita recién nacida. Fausto la observaba con la admiración con la que todo padre mira por primera vez a un nuevo retoño, fruto de su propia sangre.
Pruden, navegaba por las alturas de la habitación en brazos de Fausto, que exhibía con orgullo el desnudo cuerpecito de su hijita. Aquella que sin saberlo todavía, iba a hacer tan felices a todos los miembros de la familia.
_ No te quedes ahí parada, mujer. Que hay que dar de comer a todos estos. ¡ Venga !- recriminó Amparo, la mayor de sus hermanas, devolviendo a Pruden, con brusquedad, al ágape de sus angustias.
_ ¿ A qué esperas, criatura ? ¡ Qué es para hoy ! -.
Pruden, como la niña obediente y sumisa que era, con sus diez años de desconcierto, corrió por la casa camino de la cocina.
Hombres y más hombres. Enormes hombres con sus cuerpos forjados en los campos, bajo un sol abrasador unas veces, y un frío de muerte otras. Hombres de grandes manos maltratadas por la vida. Con callos como guantes, más ásperos y duros que los propios aperos de labranza que los provocaron. Hombres con las manos tan secas, que las ovejas se quejaban al ordeñarlas.
Todos aquellos hombres que un día empuñaran las armas y dispararan contra un enemigo que el destino les hubo impuesto; al que conocían, y con el tiempo después, al sobrevivir a la hecatombe, siguieron conviviendo en hambrienta armonía. Una convivencia en la que las envidias vecinales eran más viscerales que cualquier otro odio impuesto desde un gobierno, legal o insurrecto.
Aquellos hombres, amigos o no, pero siempre vecinos, bebían por todas partes, estorbando el trabajo de las sufridas mujeres que les agasajaban en honor de la pequeña Pruden.
En la cocina, cinco mujeres gordas y sudorosas, descorchaban el mejor vino de la casa. El queso, el chorizo, el jamón y el pan, eran rebanados con certera alegría. Todas murmuraban chismes sobre tal o cual vecina, que debiendo venir no lo había hecho.
Pruden, desde la puerta, observaba divertida el ajetreo.
_ ¡ Ve al corral y trae dos gallinas, que hoy es un día grande ! -.
Una negra tormenta estalló en la mente de la niña y todo cambió de color. Sus piernas temblorosas se clavaron en el suelo, y sintió que las paredes oprimían sus sienes reventando su cabecita.
_ ¡ Venga ! ¿ a qué esperas ? -.
Dos gallinas del corral significaban dos animalitos a los que habría que dar muerte; que desplumar; que arrancar sus vísceras; que trocear; que … Pruden sintió ganas de vomitar.
Arcadio Cifuentes se levantó de su butaca para estirar las piernas. Un muy leve color ocre se apuntaba en el horizonte. Tosió y volvió a toser, pero a pesar de todo encendió un cigarrillo. Sobre su mesa un enorme cenicero rebosaba colillas. Estaba nervioso e inquieto. Conocía muy bien la sensación, el terror que se apoderaba de Pruden.
Arcadio era un hombre urbano. Su familia siempre había sido ilustrada y profesional. Las letras y el conocimiento académico vencieron su remotísimo pasado rural, y de aquel bagaje de autosuficiencia, ya nada corría por sus venas.
Siendo joven visitó a la anciana tía de un compañero de facultad. Aquella mujer, una venerable y respetada campesina, le hizo sentir pavor al invitarle a la matanza del cerdo. Ella consideraba aquello como la apertura de las puertas de su casa y su familia. Pero para él fue uno de los peores tragos que recordaba.
Destrozar un cadáver en clase de anatomía es algo que la mayoría interpreta el súmun del espanto. Es cierto que la fétida tarea de bucear por entre las entrañas de un cuerpo una y mil veces sajado, no es un plato de gusto mas que de unos pocos enfermos. Pero caramba, aquello no deja de ser más que el resto embalsamado de alguien que, es cierto, no ha mucho tiempo reía, sentía y probablemente amaba. Pero estaba muerto y bien muerto. Ver en aquello algo más de lo que era, un deshecho humano, era ridículo.
Sin embargo, aquel pobre animal que gritaba desesperado con un gancho en su hocico y un tajo en la yugular, era otra cosa. Aquello era el horror.
Arcadio aguantó como pudo, y si no expulsó hasta su primera papilla, fue sólo por el decoro y el respeto que la anciana le merecía. Pero de comer aquello, nada. Desde entonces, y ya hacía de esto más de veinte años, ni un gramo de carne había pasado por su dieta.
Era lógico que Arcadio fumase nervioso dos y tres cigarrillos sin solución de continuidad. Pruden, Alcántara, Doña CLARA, o quien fuese, había rescatado uno de los más oscuros episodios de su memoria.
En el corral, Pruden observó detenidamente cada una de las gallinas que picoteaban la tierra. Aquellas que eligiese serían sacrificadas de inmediato, y saber que estaba en su mano el negro final de dos de aquellas aves le atormentaba. Aquello era algo que conocía desde siempre y que nunca pudo soportar. Cómo podía pedirse a una niña que ponía nombre a cada animal del corral; que se veía forzada a comer los cadáveres de sus amigos cada vez que se sentaba a la mesa; que ponía una cruz en el campo cuando encontraba un pajarito muerto por la perdigonada de un ocioso. Cómo podía pedirse a Pruden, que decidiese por la vida o la muerte de aquellas pobres gallinas.
_ ¡ Pruden ! – gritó su hermana desde la cocina _ ¿ Qué pasa con las gallinas ?. ¡ Que el agua ya hierve !.
Se armó de valor y arremetió con las desgraciadas a las que la fatalidad había colocado más próximas a ella.
De camino a la cocina, rezó, suplicó, imploró. El solo pensamiento de que la obligasen a matarlas la sumía en el pánico más feroz.
El murmullo de los hombres cada vez más próximo, y el trajinar de las mujeres, hacían sentirse a la niña como un reo camino del cadalso.
Continuará… Leer: El beso de Fausto 4ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool
© “El beso de Fausto” es un relato de Oriol Villar-Pool
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