A continuación  puedes disfrutar la cuarta y última entrega de El beso de Fausto, relato que es sin duda el  más ambicioso en el que me enfrasqué allá por los años 90. Es una texto inspirado en una noticia que leí en un periódico, cosa que por otra parte era algo muy frecuente en mi obra. El texto retrata las últimas horas de quien ya no encontraba su sitio en este mundo.

El beso de Fausto habla del amor más allá del tiempo y del espacio; de los mundos que desconocemos; del dolor por la pérdida; de la familia como núcleo vertebrador de nuestra existencia…
Cierto es que El beso de Fausto puede leerse como un sueño, pero también como una pesadilla. Eso ya queda en manos del lector.
Allá él… allá tú.
Hoy encontrarás aquí la cuarta y última de las cuatro entregas que componen este relato. Disfrútalo…

Leer: El beso de Fausto 1ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Leer: El beso de Fausto 2ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Leer: El beso de Fausto 3ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Leer: El beso de Fausto 4ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool


Las gallinas se revolvían arrastrando sus cabezas por el suelo. Los hombres se relamían sólo de imaginar lo que les prepararían para comer, y Pruden creyó que los afilados machetes estaban destinados a ella. Que sería su pescuezo el que segarían las sudadas mujeres. Que sería su joven cabeza la que rodaría por el ajedrezado suelo de la cocina. Que sería su sangre la que rebosaría los recipientes que ya la aguardaban.
Pruden se vio a sí misma descabezada, corriendo por entre los hombres que teñirían sus trajes de misa con su sangre virginal.
_ ¡ Mátalas, Pruden !. ¿ A qué esperas ?-.
» Supongo Doctor Cifuentes, que llegados a este extremo estará usted interesado en esta extraña historia «. Era Alcántara quien se dirigía directamente a él. Arcadio se sorprendió por el cambio de registro del periodista. ¿ Qué pretendía ahora ?. ¿ A qué santo venía crear esta pausa ?. Si lo que quería era crear suspense, lo había logrado. Pero ¿ por qué ?.
» Imagino que le sorprenderá que me inmiscuya en el relato, pero no puedo pasar por alto algo sorprendente que ocurrió, en este preciso momento en casa de Doña Sulfurosa. La recuerda, ¿ verdad ?».
«¡ Coño, claro que la recuerdo !» pensó Cifuentes, sin entender lo que intentaba decirle Alcántara.
» Pues bien, como recordará, le advertí que sólo iba a transcribir aquello que Doña María Luisa contó por boca de la vidente. Hasta aquí todo estaba claro. Pero de pronto, y con gran sorpresa por parte de todos los asistentes a la sesión, Pruden, Prudencia Torres, entró en el juego. Me explico. Recordará que la señorita María Luisa hablaba en nombre de Pruden, pues parece – y perdone mi ironía – que ésta le escuchaba, y no pudo más. Parece que decidió romper el muro de sus temores y continuar ella con su propia historia.

Me confesó que jamás en su dilatada carrera había asistido a un contacto de naturaleza tan insólita. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

He de comunicarle también que Doña Sulfurosa, al igual que sus colegas, me confesó que jamás en su dilatada carera había asistido a un contacto de naturaleza tan insólita. Que nunca la habían utilizado de forma tan anárquica, y que en toda su vida había sentido tan de cerca el dolor y la angustia en alguien del más allá.
Supongo que debía ser cierto, pues al abandonar el consultorio vi llegar a un médico que venía a visitarla a causa de su conmoción .
_ ¡Mátalas, Pruden !. ¿ A qué esperas ?.
Aquella orden de Fulgen fue para mí como una condena a muerte. A partir de aquí, en mi memoria todo son imágenes desordenadas y sin sentido. No pretendo con lo que voy a contarles, justificar mis actos. Sólo intento que comprendan que todo lo que hice fue una gran traición a mi ser, a mi temperamento, y a mi cordura.
Puede que, en vida, yo no fuese la persona más equilibrada del mundo, pero sí puedo afirmar que siempre, ¡ siempre !, he dominado – dominé – mis impulsos, y nadie podrá decir que fuese ninguna atolondrada.
Lo único que deseo es hacer llegar a Paquita mi amor y mi arrepentimiento. Quiero que sepa que todo el daño que pude hacerle, que ha sido mucho, fue involuntario y sometida a fuerzas que ni el más templado hubiera podido combatir, y mucho menos vencer y dominar.
Me encontré en la cocina, rodeada de mujeres, y con un enorme machete en mi mano. La gallina me miraba asustada con su cabeza apretada sobre el mármol blanco de la mesa. Tapé su cabeza con mis dedos. En lo alto, el arma mortal que abriría las puertas de mi tormento.
Asesté un feroz golpe, y el filo metálico rebanó el pescuezo del animal de una vez. Sus huesecillos crujieron de tal forma, que se confundieron con mi alma rota en mil pedazos.
La desgraciada, era toda ella una convulsión. Ultimo recurso que le quedaba, antes de sucumbir en el caldero en el que el agua hervía desesperadamente, aguardando a sus víctimas.
En su venganza final, el pobre animal en su último hálito de vida, expulsó un denso chorro de sangre. Aquel caliente reguero abofeteó mi rostro con rabia y rompí a gritar aterrorizada. En mi pánico me deshice del ave. Fue ella quien se escurrió entre mis dedos, con la violencia de quien ya se sabe muerto y descarga sus últimos pasmos.
La gallina, degollada y loca, corría por la cocina chocando contra las paredes, en una angustiada huida hacia ninguna parte.
Su cuello, como una incombustible fuente de dolor, bañó a todos con su sangre.
El griterío era histérico y ensordecedor. Las mujeres teñidas de horro me miraban iracundas. Tras sus vestidos de muerte, distinguía sus ojos asustados y asesinos, que me recriminaban a coro. No comprendía nada, y mi corazón golpeaba excitado mi pecho infantil.
La cabeza del animal, sobre la mesa, flotaba en un mar cruento y humeante. Cerró los ojos y por fin, una parte de aquel desbocado ser, había muerto. Su cuerpo chocó con mis piernas, y salió de la cocina como alma que lleva el diablo.
_ ¡Corre tras ella, rapaza !-.
Un abundante reguero de sangre chorreaba por las paredes del recibidor. Caía lenta, pero firmemente hacia el suelo, cubriendo como una manta todo a su paso. Los retratos de mis antepasados empapados de ira, y todos mis recuerdos, fueron de un rojo intenso.
Aquel rastro caldoso, que cubría los rostros de mi familia, y el mío, me dirigió decididamente a la salita de estar.
Cual no sería mi sorpresa, cuando al cruzar el umbral de la habitación hallé ante mí, la mirada aterrorizada de mis nietos.
El ave se desangraba buscando, enloquecida, una salida entre los gritos ahogados de las criaturas. Juan Manuel y Diego permanecían inmóviles frente al endiablado animal que, por fin, cayó exangüe a sus pies, poniendo fin a su agonía, y abriendo un nuevo cauce a la mía.
Juan Manuel rompió a llorar, histérico y casi sin respiración. El pequeño Diego intentaba hacerlo, pero el pánico le había sumido en un estado de conmoción tal, que tras los barrotes de su cuna atravesaba el cadáver con su mirada.
Yo también lloré, y mis lágrimas se confundieron con la sangre viscosa que cubría mi rostro desde mis cabellos.
Grité y grité, cada vez con más furor, hasta que dañé mi garganta al vomitar mi dolor.
La confusión, el llanto, y el griterío, se adherían al pegajoso rastro del animal que se secaba por todas partes.
Sonó el teléfono. Lo hizo una y mil veces, pero yo no pude reconocerlo. En aquel momento, ese timbre repetitivo y atronador, no era sino un elemento más que, en su ensordecedora insistencia, acabaría por quebrar mi ya débil mente.
Mi familia me observaba suspendida en la habitación. No supe entender qué significaban sus miradas, pero tan concentrados en mí estaban, y bramaban con tal estrépito, que su presión y el angustiado llanto de los niños, lograron derrumbar mi entereza. Se es que algo quedaba de ella.
Juan Manuel lloraba. Diego, afónico, lloraba. Yo también lo hacía, cuando tras mis lágrimas vi a Fausto, mi padre, con toda claridad. Señaló inquisitoriamente a los niños _¡ a mis nietos !- y ordenó, penetrando todo mi ser con su mirada:
_¡ Mátalos !-.
Yo aún tenía el machete que desencadenó la tragedia. Sin pensarlo obedecí ciegamente a padre, como siempre lo había hecho. Asesté sendas fatales puñaladas a las criaturas, que cayeron moribundos sobre el cuerpo de la gallina, todavía caliente. La sangre de los tres se fundió en una orgía de agonía y muerte.
Había matado a mis nietos, de eso era plenamente consciente. Acababa de asesinar a aquellos a quienes más quería en el mundo. Sentía que no era yo quien, cubierta de sangre, mantenía el machete en alto sobre mis trofeos. Parecía estar contemplando todo aquello en ojos de una tercera persona. Era yo y no era yo. No sabía qué o quién era la mujer que había degollado a aquellos pobres inocentes.
Miré a mi padre, que fumaba tranquilo en su butaca, mientras se desvanecía con lentitud, ante mis atónitos ojos.
Los retratos guardaron silencio por fin. Sentí de nuevo el contacto del suelo en la planta de mis pies, como si me posase dulcemente sobre él.
Fue en ese momento y no en otro, cuando el teléfono volvió a sonar, y a sonar, y a sonar …
Me arrodillé junto a los cuerpos acuchillados. Sus infantiles vidas les dejaban en un último pálpito, y lloré desconsolada, viendo morir a las dos criaturas.
Levanté la vista y vi reflejado aquel apocalipsis en el espejo del aparador. Me sumergí en mi propia mirada, y en el fondo de mí, vi revolverse al horror; vi reflejada la muerte; vi reflejada toda la destrucción imaginable. Vi reflejado mi fin.
Con gran decisión – estaba segura por primera vez en mucho tiempo de lo que hacía – rebané mi cuello con las últimas fuerzas de mi corazón, y caí sobre aquellos a los que había robado la existencia.
Mi vida se fugaba por mis venas. Ya muerta, sólo sufría por el dolor que había sembrado, y la desesperación que aquello traería a mi pobre hija Paquita.

Mi vida se fugaba por mis venas. Ya muerta, sólo sufría por el dolor que había sembrado... #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

Vi el exterminio desde el cielo de la salita. Busqué a mis nietos en las tinieblas. Pero de pronto comprendí que, un ser vil como yo, no podía aspirar a otra cosa que no fuese a vagar, sola y angustiada, por la negritud de la noche.
El teléfono sonó…, sonó…, y sonó… una y mil veces. Pero ya nadie lo descolgaría en una casa en la que el horro había triunfado.
El día se colaba ya por las ventanas del despacho de Arcadio Cifuentes, que permanecía pensativo, mirando el informe de Alcántara. Tras su puerta comenzaban a escucharse los primeros signos del inicio de la jornada. Había quedado muy impresionado por lo que acababa de leer. » Que final tan trágico para una buena mujer. «, pensó, no sin cierta compasión por la pobre Pruden.
Arcadio como el psiquiatra que era, había intentado hacer un apresurado cuadro clínico de la anciana, pero el sufrimiento de ésta le hizo desistir, siguiendo la historia con el corazón en un puño.
Por fin creyó comprender el motivo por el que Alcántara había venido a él con aquello. Ahora conocía mejor a Paquita y también conocía lo ocurrido en su casa la mañana en la que se trastornó sin remedio. Pero para qué le podría servir, si Paquita no atendía a razones, y para ella no había más universo que su habitación, su ventana, y su cajita de música.
Como usted ya sabrá – continuaba Alcántara- Paquita fue a su casa, asustada al comprobar que nadie contestaba a sus llamadas. Allí encontró la diabólica escena que Pruden ha descrito, y entró en un estado de shock que la llevó por varios hospitales antes que el suyo. De esto ya hace diez años, y por las noticias que tengo, en todo este tiempo no ha experimentado evolución alguna. Esta y no otra es la razón por la que me he puesto en contacto con usted, Doctor Cifuentes.
_ ¡ Vamos hombre ! ¡ suéltalo ya ! – exclamó Arcadio en voz alta.
Me siento en la obligación de pedirle, en nombre de Pruden, que haga llegar esta declaración, esta súplica de perdón, a Paquita. Sé que puede no resultar muy científico, pero podría ser interesante intentarlo. ¿ No cree ?.
No quiero entretenerle más, Doctor. Si mi propuesta le interesa, le quedaría muy agradecido si me llamase, cuanto antes, al número de teléfono de mi hotel, que figura en la primera página.

Atentamente, Ramón Alcántara.

Cifuentes dudó un momento pero, al igual que Alcántara, creyó que no había nada que perder. Con un poco de suerte conseguiría alguna reacción en Paquita.
_ Ramón Alcántara. Por favor.-
_ ¿ Doctor Cifuentes ?
_ Sí, soy yo.
_ Le estaba esperando. Voy para allá.
Sentados uno frente al otro, Alcántara y Cifuentes eran dos desconocidos unidos por los sucesos más extraños que jamás hubieran escuchado. Esto les hacía, en cierto modo, cómplices de algo que no llegaban a comprender, y que les costaría explicar.
Hablaron durante largo rato. Al calor de un café, ambos confesaron haber pasado la noche en vela. Cifuentes interrogó a Alcántara sobre ciertos detalles que le había creado algunas dudas sobre su relato. Ramón, por su parte, quiso saber lo más posible sobre Paquita, y Arcadio contestó gustoso a detalles que su celo profesional le obligarían a mudar. Alcántara había revelado todo sin pedir nada a cambio, y se sintió comprometido a corresponderle del mejor grado.
En un momento de la conversación, Alcántara guardó silencio, y tras una breve pausa preguntó algo que había querido saber desde el primer momento.
_ Creo recordar que me dijo que no había conseguido averiguar el título de la canción que suena en la cajita de música de Paquita. ¿ Vedad ?
_ Sí, es cierto. ¿ No me irá a decir que también sabe eso ?.
_ ¡ No, por Dios !- exclamó Alcántara sonriente- Pero tengo un presentimiento. ¿ Cree usted que la reconocería si la escuchase ?
Con cierta ironía Arcadio también sonrió – hace diez años que la escucho a diario-. ¿ A usted qué le parece ?.
Alcántara sacó de un maletín un pequeño magnetofón portátil y lo puso en marcha. Cifuentes, con el gesto concentrado, endureció el tono de su voz.

Alcántara sacó de un maletín un pequeño magnetofón portátil. Cifuentes, con el gesto concentrado, endureció el tono de su voz. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

_ ¿ De dónde ha sacado esto ?.
_ Es la misma melodía. ¿ Verdad ?.
_ Sí, sí. Pero de dónde la ha sacado. En todo este tiempo nadie ha sabido reconocerla, y ahora usted…
_ ¡ Hombre !. He investigado a fondo la vida de Paquita, y uno es profesional… ¿ Sabe cómo se llama la canción ?.
_ Dígamelo usted.
_ Se titula » Cobardemente «, y es un bolero de hace ya muchos años.
_ Cobardemente- repitió entre dientes Arcadio.- Qué trágico título para tenerlo por única compañía tanto tiempo.
_ Ccierto. Pero, ¿ sabe algo más…? También tiene letra.
_ Ssiempre lo he imaginado. En mi cabeza creaba textos para aquella melodía, tratando de encontrar alguna clave para el enigma encerrado tras el silencio de Paquita… ¿ y qué dice ?.
_ Escuche-. Ramón sacó una pequeña agenda del bolsillo de su chaqueta, y poniéndose las gafas, leyó con la mayor claridad que pudo.

Ayer te abandoné cobardemente
No me importó tu pena
Me fuiste indiferente.
Después, no sé por qué
Te fui queriendo
Con un amor tan grande
Que todavía no entiendo.
Cifuentes ofreció un cigarrillo a Alcántara y encendió otro para él. Exhaló una gran bocanada, y tras una pausa, mirando fijamente al periodista, preguntó:
_¿ Qué pretende decirme sobre la canción?. Porque supongo que quiere decirme algo. ¿Verdad ?.
_ En cierto modo sí. Ya le he dicho que es una suposición. Pero esta canción suena en la pianola del salón de baile de la casa de Pruden. Una vieja amiga de ella, me contó que fue bailando esta pieza cuando Fausto la pidió en matrimonio y la besó. Para ella aquello fue algo inolvidable, que lo convirtió en el recuerdo más importante de su vida. ¿Le suena esto, verdad?.
_ Pero, ¿y la cajita de música ?- preguntó intrigado Cifuentes.
_ Aquel beso fue tan importante para Pruden, que cuando Paquita le comunicó que iba a casarse, mandó hacer la cajita con la misma melodía, para que su hija viviese el amor de un modo tan bonito y emotivo como ella lo había hacho.
Cifuentes guardó silencio un momento.
_ ¿ Sabe una cosa ?. He pensado que si le parece bien, sea usted quien hable con Paquita.
Ramón Alcántara no supo qué responder. Lo cierto es que se moría de ganas por conocer a Paquita y contarle todo lo que había averiguado. Durante todo el tiempo que duraron sus investigaciones había soñado con el momento que ahora Cifuentes le brindaba, y por supuesto accedió encantado.
Los dos hombres recorrieron las largas galerías del hospital son decirse apenas nada. Los nervios de uno, y la curiosidad del otro los tenían sumidos en un tenso silencio. Ambos parecían conocer lo que en esos momentos pensaba su compañero, en aquella misteriosa aventura que se presentaba ante ellos.
_ Abra la puerta, por favor- pidió Cifuentes a un celador.
Al fondo de la habitación, junto a la ventana, de espaldas a la puerta, se encontraba Paquita. Sentada en una silla, no movió ni un músculo ante la presencia de los dos hombres en el umbral de su celda.
Cifuentes animó a pasar a Alcántara y le observó mientras se aproximaba a la mujer. Sonrió ligeramente y cerró la puerta, quedando sólo en el corredor.
De regreso a su despacho, se detuvo frente a su enfermera y, con cierta sorna, pero muy serio le dijo:
_ Adela. Si algún día. Sea cuando sea. Algún periodista pregunta por mí. Por favor, no le deje pasar. Invente lo que quiera, pero no le deje pasar. ¿ Está claro ?
Sorprendida Adela respondió:
_ Sí, está claro, Doctor Cifuentes.

© “El beso de Fausto” es un un relato de Oriol Villar-Pool