Durante los primeros años ochenta, pasé varios años decisivos de mi niñez y mi primera adolescencia en un internado. En el Colegio de Lecároz, en pleno valle navarro del Baztán. Apenas guardo recuerdos de mis otros colegios, ni de mi posterior vida de estudiante. Aquellos años de vida, mitad cuartelaria, mitad monástica, dejaron una fuerte huella en mi memoria y en mi corazón. La camaradería, la vida disciplinada, el descubrimiento de las noches de placer en soledad… Todo aquello es parte importante de quien soy ahora, y creo que si no hubiese sido así, hoy seria otra persona. ¿Mejor o peor? No lo sé.
En cualquier caso… ¿A quien le importa?
Fue una clara tarde, triste y soñolienta
del lento verano. La hiedra asomaba
al muro del parque, negra, polvorienta…
Lejana una fuente riente sonaba.»
Antonio Machado
El último recuerdo nítido que me queda del colegio, de mi colegio, es el del ocaso de una húmeda tarde de septiembre. El sol, en su timidez, agonizaba en su despedida al permitir que la oscuridad de la noche lo inundase todo. Que las tinieblas llegasen en silencio hasta el más remoto rincón del valle del Baztán. Ese inolvidable valle del Baztán que me acogió con su abrazo cuando, yo, un niño tímido y asustado, caí bajo la tutela de Fray Gerardo en mi primera noche de internado. Ese valle del Baztán que me ofreció su calor durante mis varios años de vida de estudiante interno en el Colegio de Lecároz. Ese valle cuyo abrazo, espiritual unas veces lo era también físico en otras ocasiones. Los padres Arrondo, Donato, y Lizarrondo, fueron parte impirtante del equipo que encabezó en i experiencia el ya citado Fray Gerardo.
Son estos cuatro, nombres importantes en mi vida. A ellos podría añadir un sinfin de motes y apodos que en mayor o menor medida contribuyeron a encaminar primero y a rodar después la ruta que todavía hoy continúo trazando.
Viene a mi memoria una música atronadora. Compases que en otro momento hubieran podido ser de mi agrado. De hecho entonces me gustaban, pero a las siete y media de la mañana y convertida en un cruel despetador no podía percibirla más que como un abominable estruendo.
Abrir los ojos era ya todo un logro digno de encomio. Orgullo que pronto de tornaría en terror al intentar sacar los pies de la cama. Esos pies que tanto había costado calentar la noche anterior. Calor difícil a pesar de las tres mantas, una toalla y un albornoz que cubrían todas las noches nuestros encogidos cuerpecitos.
Pero el deber era el deber; el Padre Arrondo era el el Padre Arrondo; y la amenaza de media hora de vueltas a los campos de baloncesto, cuando todavía el sol dormía, no era precisamente un aliciente para iniciar un nuevo día.
Un pie y el otro después. Ambas temerosas extremidades buscaban resguardo veloz en el interior de unas sobadas zapatillas de cuadros azules que habían velado mi sueño a los pies de la cama.
Con mecánica velocidad me cubría con mi albornoz y corria hacia la ducha. Desnudarse en los baños resultaba menos terrible a causa de los cálidos vapores cuyo húmedo sopor aliviaba el sacrificio.
Abrir los ojos era ya todo un logro digno de encomio. Orgullo que pronto de tornaría en terror al intentar sacar los pies de la cama. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X
Mi cuerpo desnudo dejaba d etiritar bajo el hirviente chorro de la ducha. Mi cuerpo reaccionaba con la bofetada de claor y la modorra y el sueño ibana otra parte en la que aguardarían la llegada de otra noche.
El calor, el vapor y el sueño solían desesperar a quien esperaba su turno frente a la puerta de la ducha. Cansado de esperar su, arrojaba por encima de la puerta todos los enseres de aseo que tenía a mano como señal de amenaza. Mi falta de reacción podría significar el ser sacado a patadas tras derribar la puerta. En relidad esto no eran más que amenzas. Lo cierto es que tras escucharlas dos mañanas por semana durante años, sabía que no habia nada que temer. ¡Santa Paciencia!
Una vez de regreso al dormitorio y tiritando por el frío helador del pasillo, me vestía. Lo hacía con la misma ropa que había usado ayer y que también usaría mañana. Estiraba las sábanas y las mantas con una rapidez y efectividad que nunca he vuelto a lograr. Dejaba la cama lista para inspección y dormitaba en pie hasta nueva órden. Con la última campanada que desde el reloj de la iglesia marcaba las ocho, los altavoces situados en los pasillos ofrecían una melancólica y hermosa melodía.
Fue la casualidad la que me permitió descubrír el título y el autor de aquellas notas un tiempo más tarde. El Adagio de Albinoni quedó desde entonces grabado a fuego en mi memoria. Sentado frente a mi mesa, ya estaba ¿dispuesto? a dejar pasar los treinta minutos de estudio que me separaban del desayuno. Momento éste que aún hoy sigo disfrutando con la misma intensidad que elo hacía entonces. Así y no de otra manera trascurrían los primeros instantes de cada jornada.
Esa media hora de concentación y de estudio, compartía el esfuerzo inelectual con las tareas que habían quedado pendientes en el aseo personal. De modo que no resultaba extraño repasar La Crítica de la razón pura del prusiano Immanuel Kant con un cortauñas que remataba la higiene en unos pies todavía húmedos.
Al final del pasillo, nunca averigué por qué siempre tan lejos. Por fin sonaban unas sonoras palmadas como sólo los curas saben dar. Esperado estímulo que con el estruendo de centenares de sillas nos ponía a todos en pie y como autómatas hambrientos arrastrábamos los pies hasta el comedor.
Los humeantes tazones nos esparaban ya dispuestos sobre las mesas del comedor. Grandes pedazos de pan tostado, mantequilla y mermelada, algunos fiambres y una jarra de agua nos ayudaban encarar con el estómago caliente y con más ánimo una jornada normal de una semana normal de un cursno normal en una vida excepcional.
Desde el comedor nos dirigíamos al aulario con desgana pero sin remedio. Unos timbrazos mordenaban el incicio de las clases y otros el final d elas mismas. ocho veces al día entrabamos y saliamos al pasillo al ritmo de aquel metálico estruendo.
La mañana constaba de cuatro clases interrumpidas por un siempre ansiado recreo. Simple descanso o también almuerzo para los precavidos que se reservaban un bocadillo del desayuno.
Tras las dos horas siguientes llegaba el turno de la comida. Nuestros estómagos lo sabían y esperaban el momento con verdaderas ganas. La pitanza solía estar compuesta por tres platos. Sopa, potaje o paella y carne en todas sus variedades. El postre nos esparaba en la mesa a nuestra llegada y solía ser motivo de todo tipo de disputas a causa de los cambios y robos que no siempre con disimulo, tenían lugar arropados por la tumultuosa llegada al comedor.
Para ayudarnos a hacer una buena y saludable digestión estaba la pastelada. Una competición higiénico deportiva para la sobremesa, premiada con deliciosos manjares que yo nunca probé, y jugada con esntusiasmo por los alumnaos que cansados de horas de studio se entregaban pateando un balón, en vez de disfrutar del silencio d ela montaña. en la paz azul del mediodía.
Tras quince minutos de refresco y ducha comenzaban dos horas más de clase a las que seguiría otro recreo, bendito recreo. El descanso, esta vez era acompañado por la meriensa. Esto era algo muy de agradecer, pues tras el ejercicio físico y el esfuerzo mental no pdodía haber nada mejor que un hermoso bocadillo de chorizo de pamplona.
A continuación dos horas más de estudio cargadas de recogimiento y concentración. Es cierto que en primavera era dificil centrarse en los libros de texto a causa del calor y de la tentación que suponían las azules aguas de la piscina.
Los verdes prados circundantes tampoco hacían fácil el esfuerzo en los calurosos días de mayo y junio. Pero los exámenes estaban muy cerca y había que «empollar a tope».
¡Uff… Por fin la cena!
Una competición higiénico deportiva para la sobremesa, premiada con deliciosos manjares que yo nunca probé. #oriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X
La última comida del dia se parecía mucho a la del mediodía. Era más ligera y contaba con el aliciente de poder degustar la tradicional Tortilla de Lecároz. «Hecha con manteca y dejándola hacerse poco a poco a fuego lento» según afirmó el Padre Luquín en la parte vieja donostiarra en cierta ocasión en que la casualidad nos hizo encontrarnos tras el final de mi época estudaintil.
Tras la cena era tiempo para el momento más esperado del día. Media hora de descanso y libertad en la que soliamos pasear bajo las estrellas recordando las más desternillantes anécdotas de la jornada. En mitad del campo, bajo la blanquecina luz de la luna, todos los rincones parecían misteriosos y cada ruido era más aterrador y divertido que el anterior.
Al volver la mirada hacia el colegio desde la carretera, éste se podía ver cubierto por un aura luminosa. Esta rodeaba los edificios añadiendo su mágico aspecto al onírico aspecto que el baño de la luz de la luna daba al valle.
Pero como todo, aquellos isntantes también llegaban a su final. Un silbato interrumpía la imaginación y el ensueño hasta la noche sigueiente, hasta la otra y la de más adelante. Y siempre sería así, mientras siga existiendo la luna y mientras continúe existiendo el colegio de Lecároz. Mientras ésto ocurra y mientras siga habiendo un silbaro que abra un paréntesis de veiunticuatro horas en el que la vida transcurra sin novedad, pero que siempre se cierre para dejar paso de nuevo a la ilusión y a la magia, aunque sólo sea durante unos breves minutos alguien aproveche para impregnarse de ellas y las utilice para sobrellevar la rutina de vcada día y de cada noche.
Una vez de vuelta en el estudio, terminábamos las tareas pendientes del día y esperábamos la música que, al contrario de la matutina, siginificaba la conclusión de la jornada y el permiso para acostarnos y regresar de nuevo al sueño y al calor de la cama.
Ahora tocaba esperar al día siguiente y descubriri si aquel sería mejor que los anteriores o se quedaría sin más en otro día idéntico al anterior y al siguiente.
Así pues nos acostábamos con todos estos pensamientos y cubiertos por tres mantas, la toalla y el albornoz hasta calentar poco a poco la cama.
Lejanos portazos signifficaban que el Padre Arrondo apagaba las luces de las habitaciones una tras otra hasta llegar a la nuestra. Las puertas se cerraban cada vez más cerca de nosotros. Entonces se abría la puerta de la habitación, Arrondo nos deseaba buenas noches, apagaba la luz desde el interruptor situado junto a la puerta y cerraba.
Al alejarse por el pasillo arrastraba sus zapatillas indicando su posición hasta resultar inaudible. Entonces al dejar perderse en la lejanía era cuando imaginábamos comenzaba su misión de vigilancia nocturna. Su ronda, pasillo arriba y abajo, era siempre un misterio que le hacía aparecer de improviso allí en donde el jolgorio o el alboroto comenzaban a librarse.
Entonces bajo mis mantas, con la fatiga acumulada por la rutina de un día de colegio, yo cerraba mis ojos e inciaba un viaje nocturno del que todavía creo no haber despertado…
yo cerraba mis ojos e inciaba un viaje nocturno del que todavía creo no haber despertado... #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X
Unas horas más tarde la música atronaba mis oídos y ordenaba un nuevo despertar. Había que ponerse en pie e inciar la jornada. Al volver a abrir mis ojos y recobrar lentamente la consciencia, entonces comprobaba día si y día también que nada había cambiado. Todo continuaba del mismo modo y manera como cuando me sumí en mis sueños.
Ahora, muchos años después, aún es el día en que me alegro de que nada excepcional sucediera en aquel entonces. La niñez ya resulta lo suficientemente única e intensa como para necesitar añadirle sucesos excepcionales.
«Si una sociedad, si un individuo,
no puede permitirse el lujo de reírse de
sí mismo, está verdaderamente en peligro.»
Blake Edwards
© “El estado de las cosas” es un un relato de Oriol Villar-Pool
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