Pueblan este nuestro planeta lugares mágicos cuya fuerza trasciende el entendimiento y la razón. Unos lo son para muchos y otros tan solo embellecen tu propia existencia y la de nadie más.
Algunos de estos enclaves sé que son lugar de peregrinación para todo tipo de personas. Pero cuando me acerco a ellos procuro y busco la soledad más absoluta. Una soledad enriquecedora que contribuye de modo decisivo a encontrar la conexión profunda y la comunión última entre la piedra y el hombre.

Me gusta imaginar que las manos que, en un pasado remoto,  trataron los megalitos y las mías perciben las mismas sensaciones. Sienten el mismo frío pétreo; las mismas formas enigmáticas;  el mismo flujo de energía. La misma rugosidad de las superficies en las que en ocasiones se vislumbran las señales del trabajo y del diálogo entre el hombre y  los dioses. Diálogo que se establece a través de la piedra, de la creatividad, del amor  y de su no siempre claro significado.

Bajo las estrellas se funden el pasado más remoto y  el presente, que no es otra cosa que un futuro inimaginable para quienes ofrecieron al universo su saber y su querer.

Acaricio la piedra con el cariño y la emoción con los que imagino lo hicieron quienes me precedieron. Siento la piedra con el mismo tacto con el que puedo sentir la fría y suave piel de una amada en una primera vez.

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«La Chabola de la hechicera»

En ocasiones la fortuna te lleva a esta ellos, en otras su fama les precede.
Este magnífico dolmen de La Hechicera domina los campos de la Rioja Alavesa; vigila sus cultivos; observa con atenta profundidad cada amanecer y el ocaso que le sigue.

No resulta difícil imaginar, con la mirada perdida en el horizonte, aquello que pudo llevar a nuestros ancestros a escoger un lugar así para venerar la vida y consagrar la muerte.

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© “La Chabola de la hechicera.” es una fotografía de Oriol Villar-Pool