Oriol Villar Pool R Hinojosa El Beso de Fausto Relato Escritor y Guionista El Silencio de los locos 2

El beso de Fausto 2ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Aquí tienes la segunda entrega de El beso de Fausto, relato que es sin duda el relato más ambicioso en el que me enfrasqué allá por los años 90. Es una texto inspirado en una noticia que leí en un periódico, cosa que por otra parte era algo muy frecuente en mi obra. El texto retrata las últimas horas de quien ya no encontraba su sitio en este mundo.
El beso de Fausto habla del amor más allá del tiempo y del espacio; de los mundos que desconocemos; del dolor por la pérdida; de la familia como núcleo vertebrador de nuestra existencia…
Cierto es que El beso de Fausto puede leerse como un sueño, pero también como una pesadilla. Eso ya queda en manos del lector.
Allá él… allá tú.
Hoy encontrarás aquí la segunda de las cuatro entregas que componen este relato. Disfrútalo…

Leer: El beso de Fausto 1ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Leer: El beso de Fausto 2ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Leer: El beso de Fausto 3ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

Leer: El beso de Fausto 4ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool


Quince días después de todo aquello, la vecina que cuidaba a Diego comenzó a poner pegas; Juan Manuel se resfrió; y Paquita y Rosendo llegaban tarde al trabajo.

-Mamá, hoy te dejo aquí a los niños. Cuida que Juanma no coja frío, que tiene unas décimas.-  Paquita reconoció en la mirada de su madre un profundo dolor interior, que añadido a la falta de sueño – llevaba varias noches sin pegar ojo – le daban un aspecto pálido y enfermizo.

-¿Te has tomado las pastillas? –

Rosendo tocaba el claxon desde la calle. Se les hacía tarde y esperaba a un representante de comercio a las nueve en punto.

-Te llamaré al mediodía para ver qué tal estás. ¿Vale?… Si necesitas algo llámame.

Paquita se fue cerrando la puerta de la calle. Pruden no estaba para cuidar a nadie que no fuera ella misma. Pero haciendo gala de su grandeza de espíritu, se enfrentó con el mejor ánimo que pudo a aquella jornada con los niños, que sería la última de su vida.

***

Cifuentes estaba sobrecogido y preocupado por aquel personaje que, sin conocerlo, entre Alcántara y Doña María Luisa habían descrito con tanto cariño. Era escéptico ante todo lo que no fuera empíricamente demostrable. En su profesión cualquier desequilibrio siempre tenía su origen en algún desajuste químico-orgánico, pero aquello, por extraño, le estaba cautivando tanto como, suponía, a Alcántara.

***

Las paredes de la casa de Pruden rebosaban fotografías de tiempos en los que no estuvo tan sola. Tiempos en los que tenía una familia y amigos que hoy sólo eran nombres esculpidos en las lápidas del camposanto.

Diego dormía con placidez en la vieja cuna de madera que Fausto, su abuelo, construyera para Paquita. Juan Manuel dibujaba bicéfalos monstruos de colores en el cuaderno que Pruden le había regalado por su cumpleaños.

En la cocina, una estrecha habitación fría y poco acogedora, Pruden fregaba con desgana la taza en la que había tomado su café con leche de todas las mañanas. Al hervir, por un descuido, la leche había manchado la pequeña cocina de butano. Miró de reojo la tarea que le restaba por hacer, y pensativa masticó con lentitud una galleta. Era raro que dejase aquello para más tarde, pues siempre hacía las labores de la casa con tal ánimo y remango que todo el que la veía trabajar le decía, «¡ pero para ya, mujer!, que no hay ninguna prisa».

Pruden sabía que el día era largo y ella no manchaba demasiado, pero le ponía nerviosa el desorden. De modo que de ordinario pasaba las horas muertas haciendo y deshaciendo; cambiando las cosas de lugar una y mil veces, hasta volverlas a dejar en el mismo sitio; quitando el polvo de las habitaciones en las que nadie había entrado en años. Tal era el carácter de Pruden para con su casa, que no hacía muchos meses que sus propios vecinos tardaron horas en quitarle de la cabeza la disparatada idea de encalar, ella misma, la fachada principal de la casa.

Pruden sabía que el día era largo y ella no manchaba demasiado, pero le ponía nerviosa el desorden. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

Siendo como era, aquella mañana Pruden encajó, peor de lo que lo hubiera hecho otra persona, aquella desgana y desazón que mermando sus fuerzas le impedían ser ella misma.

Masticó otra galleta con la mirada perdida, y de forma inconsciente se dejó caer, hasta quedar sentada en un desvencijado taburete, apoyando sus brazos agotados sobre la mesa. No supo Pruden cuánto tiempo pasó recorriendo con su mirada todos y cada uno de los rincones de la cocina.

De pronto, como si una corriente hubiese rozado su cuerpo, se encontró mejor. Renovadas energías se apoderaron de ella, y la actividad y el ánimo parecieron volver a ser señas propias de su carácter. No supo a qué se debía aquella transformación, pero una leve sonrisa se dibujó en sus labios y sintió ganas de volver a ser ella. Desde la muerte de Germán no había tenido el cuerpo necesario para afrontar la vida. Pero hoy, aunque había amanecido más floja que de costumbre, estaba dispuesta a recuperar el tiempo perdido.

Revolvió en el armario de la cocina hasta pertrecharse de lo necesario para afrontar la faena doméstica. Tan animosa se encontraba que se vistió un colorido delantal de flores sobre su luto riguroso, y bayeta y plumero en mano arremetió con la tarea.

Sin un plan establecido, dejando atrás el desorden de la cocina, comenzó por el pasillo.Fijó su mirada en ambos lados del amplio corredor buscando algo por lo que empezar. Un viejo banco castellano; una estropeada pianola; una mesa camilla; un aparador, con su clavija, su panera y un frutero; dos sillas… Nada parecía ser más importante que lo demás para ser el primero de sus objetivos.

En su búsqueda se encontró a sí misma en el fondo de un espejo de pared. Su sobresalto le divirtió, y abrió las ventanas de par en par. Al devolver su mirada al interior, por fin supo a donde dirigirse, y con ganas comenzó a sacudir viejos retratos de familia que, colgados en las paredes, reconstruían su pasado y le hacían tener presentes a sus ancestros.

Un denso silencio gobernaba la casa. Sólo la sofocada respiración de Pruden rompía una cargada tensión ambiental a la que ella era completamente ajena.

Limpiaba sin descanso bajo la atenta mirada de sus antepasados. Pruden trataba de no mirar a sus ojos, pero sabía que ellos no perdían detalle. Esto acrecentaba su excitación y todo su cuerpo se agitaba al ritmo que marcaba su plumero.

Frota que frota, Pruden fue arrastrando sus pies por toda la estancia, enfundados en unas viejas zapatillas de cuadros que fueran de sus marido, tornando la suciedad y el polvo por brillo y resplandor.

Al terminar, frente a la salita de estar, giró sobre sí misma para gozar con el resultado de su trabajo. Pero ignorándolo todo, su mirada se dirigió, guiada por una fuerza ajena, al retrato de su padre. Este, desde su butaca pareció sonreír congratulándose por la eficacia de su hijita.

Contenta y temerosa, Pruden,  pasó al saloncito, como llamaba Paquita a aquella habitación pequeña e inhóspita como suelen serlo en las casas de pueblo, en las que el confort es algo desconocido.

Allí repitió la operación que establecería el orden de su trabajo. Un viejo televisor en blanco y negro; una librería sin libros, pero cargada de retratos, figuritas de porcelana, y todo un muestrario de los más variados tapetitos; el sillón orejero de su Fausto; un cenicero con la reproducción de la catedral de Santiago, recuerdo de su luna de miel. Todo lo que conformaba la decoración de la estancia pareció a Pruden necesitar un buen lavado de cara.

El pequeño Diego continuaba durmiendo como un ángel en su cunita. Con los ojitos apretados y chupando su pulgar, el niño soñaba feliz. Dios sabe qué imágenes y sonidos ven y oyen los niños al dormir, se preguntaba Pruden, al observar, con miedo a despertarlo, los sonrojados carrillos de la criatura a la que destapó ligeramente por parecerle sofocado.
A pesar de tan tierna estampa, que Pruden hubiese deseado prolongar para siempre, se percató de la ausencia de Juan Manuel. Sus pinturas, sus lápices, y sus dibujos se esparcían por toda la habitación. Pero el niño no daba señales de vida.
-¡Juan Manuel ! – exclamó Pruden sin demasiado ímpetu mientras observaba los dragones de colores; los héroes de dos cabezas; las brujas que sobrevolaban en sus escobas lejanos países inexistentes. La propia Pruden se reconoció en las ilustraciones del niño, enlutada de pies a cabeza y con un gran plumero en sus manos.
» Que chiquillo «. Lo que son las cosas, pensó al verse compartiendo el universo imaginario de su nieto, en compañía de toda aquella fauna de bestias míticas y héroes de historieta.
¡ Juan Manuel !- insistió, pero la criatura seguía sin aparecer. Era raro, a dónde habría ido, se preguntó. Siempre lo tenía pegado a sus faldas pidiendo una u otra cosa, y esto hacía más extraña su ausencia. Por lo general tenía que entretenerlo con algo para que le dejase traginar por la casa , pues de otro modo acababa jugando con él a cualquier niñería sin hacer nada a derechas. Cuando esto ocurría, la buena de Pruden, aprovechaba el regreso de los niños con su madre, para acabar todas las labores pendientes. No es que esto le molestase, ni mucho menos, pero no podía consentir por un solo día, dejar de ser la esmerada ama de casa que siempre había sido. Nunca nadie había podido reprocharle nada al respecto, y no iba a permitir ahora, a su edad, que nadie lo hiciese.
Juan Manuel no respondía a las llamadas de su abuela, y ésta cada vez más alterada y nerviosa, arrojó las pinturas sobre la mesita y salió al recibidor en busca del pequeño.
Pruden detectó cierta recriminación en la mirada de sus hermanos, que desde sus retratos le hacían sentir culpable por su descuido. Había faltado la confianza que su hija depositaba en ella al dejar los niños a su cuidado. Ya no era por loo que Paquita pudiera decir, que seguro que no lo hacía, sino por su propio orgullo. Jamás había fallado a nadie en un encargo y aquello era una mancha, todavía pequeña, pero que su imaginación y su temor aumentaban por instantes.
Gritaba, cada vez con más aliento, el nombre de su nieto.

¡Juan Manuel!- insistió, pero la criatura seguía sin aparecer. Era raro, a dónde habría ido, se preguntó. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

Ascendió a la planta alta de la vivienda. Todos los dormitorios, cerrados a cal y canto, impedían la presencia del niño. Desde una pequeña ventana se asomó a la calle.
_ No he visto a nadie – respondió una vecina que tomaba el sol en la placita, sentada en uno de sus bancos y rodeada por los rosales en flor. Un estático colúmpio oxidado le devolvió a su búsqueda.
La otra ventana del corredor se abría al patio interior. Se acercó a ella lenta y angustiada hasta que la metálica luz del sol golpeó su rostro. Medio cegada vislumbró el pequeño pozo que había abastecido de agua pura y fresca a generaciones y generaciones.
No supo qué pensar, pero temió lo peor. Llamó y llamó al pequeño. Galopó escaleras abajo recordando las viejas historias de miedo que sus hermanos contaban, sobre niños que habiendo caído en un pozo nunca habían sido encontrados, y que al crecer habían muerto aplastados por la presión de las paredes. Los gritos ocultos de aquellos pobres infelices la atormentaron durante años y años.
¡Juan Manuel! …, ¡ Juan Manuel ! -. Tropezó con una silla y mordió sus labios por el dolor. Los viejos periódicos que protegían el suelo recientemente encerado, volaban a su paso aireando viejas noticias que ya nadie recordaba.
Frente a la bodega, se detuvo bruscamente. La puerta entreabierta insinuaba una negra caverna, fuente de sus peores pesadillas del pasado y del presente. Tanto temió en su vida aquella vieja bodega, que en más de una ocasión pidió a su marido que tapiase el acceso, para así ahogar por siempre aquel paso a los infiernos que nacía en el corazón de su hogar.
Pruden siempre se cuidaba muy mucho de tener bien cerrada aquella puerta, lo que aumentaba su extrañeza ante el hecho de que estuviese abierta. Temió que Juan Manuel, con lo inquieto que era, hubiese caído por sus endiabladas escaleras, en un intento por conocer qué había tras esa negra pared de la que su abuela le alejaba constantemente.
» Si se ha caído, está muerto…, ¡ lo sé !».
Para averiguarlo tendría que descender allá donde, ni la terquedad de su padre había conseguido hacerla bajar. Allá donde habitaban todos los fantasmas que la atemorizaron en su niñez. Allá donde dormían todos los ruidos y las sombras que visitaron sus sueños durante tantas noches. Allá donde los gritos horrorizados de los condenados buscaban a la desesperada una grieta por la que escapar de la noche de los tiempos. Allí era donde tendría que bajar por primera vez en su vida, con el siniestro propósito de descubrir el cadáver de su nieto, entre angustias nunca olvidadas.
Empujó la puerta con un pie y llamó al niño. Un húmedo eco abofeteó su rostro devolviendo su silencio sepulcral. Cerró los ojos con fuerza y trató de armarse de valor, obviando en lo posible el intenso olor a muerte que la abrazaba, atrayéndola lentamente hacia la noche.
Dio un paso y después otro. El silencio era aterrador, y la sola sospecha de hallar el cuerpo de Juanma, sacudió su piel de gallina con feroces escalofríos.
Sacó fuerzas de flaqueza, y decidida a conocer la verdad, descendió el tercer escalón, cuando como un lejano susurro, una vieja melodía alcanzó sus oídos, trayendo a su memoria un sinfín de antiguas sensaciones. En un principio no supo reconocer el orígen de aquella música, y creyó que su mente la traicionaba. Entre tanta confusión, un rayo de luz, blanco como el sol, atravesó sus pensamientos y exclamó.

El silencio era aterrador, y la sola sospecha de hallar el cuerpo de Juanma, sacudió su piel de gallina con feroces escalofríos. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

– ¡ El salón de baile ! -.
Arcadio Cifuentes se sobresaltó al igual que lo había hecho Pruden. Estiró sus extremidades sin levantarse de butaca. Encendió un cigarrillo y aspiró saboreándolas, varias bocanadas. Miró hacia la calle a través de una empañada ventana. La noche era fría y silenciosa, nada en ella rompía la quietud de la madrugada castellana.
Quería entender qué tenía que ver aquello con él. Por de pronto, Alcántara había conseguido inquietarle lo suficiente como para continuar en su despacho a las dos y media de la mañana. Había olvidado llamar a Clara, su mujer, y aunque no eran horas para molestarla, pensó en tenerla al corriente.
Clara, la mujer a la que amaba desde hacía quince años, le había dado las dos cosas que más necesitaba, equilibrio y descendencia. Era su amiga y su tesoro más preciado. También era médico, pero se dedicaba a la docencia en la facultad de medicina. Los dos eran felices en su universo personal, y su amor era suficiente como para necesitar a alguien más junto a ellos. Tenían amigos, pero sus encuentros siempre partían de los demás. A veces Arcadio pensaba que ese comportamiento suyo, un poco maniático, podría encontrarlo sin dificultad en sus pacientes.
_ Pero eres el psiquiatra – solía responder Clara – y nadie se va a dar cuenta de que tú también estás loco.
Clara nunca se preocupaba por los retrasos de su marido. Ella había sido siempre muy independiente, y ese mutuo respeto hacia las manías del otro era algo que había hecho de esa relación, algo vivo y en continua evolución y crecimiento. Tanto Arcadio como Clara confesaban notar la sensación de convivir cada día con alguien distinto, al que agradar o herir siempre resultaba fácil. En vez de medir sus palabras y contener sus actos, habían optado por un comportamiento natural y espontáneo, aún a pesar de que su sinceridad provocase una hecatombe.
Expiró la última bocanada, apagó el cigarrillo, y tras mirar de reojo el teléfono, regresó a su butaca retomando la lectura.
Pruden corrió por toda la casa volviendo sobre sus propios pasos, haciendo revolotear de nuevo las grandes páginas de periódico; levantando el polvo que poco antes se disponía a hacer desaparecer con un remango transformado ahora en histeria.
A pesar de su edad subió de dos en dos los peldaños de la vieja escalera de madera que tan peligrosa parecía a Paquita.
En la planta alta, al final del corredor, una puerta abierta y luminosa apareció ante los temerosos ojos de Pruden. La música que le atraía, sonaba con cada vez mayor intensidad en su cerebro. Se acercó lo más aprisa que pudo, aunque sintió ralentizado su tiempo interior, y apenas sí sentía el tacto frío del suelo en sus pies.

No supo si gritar, llorar, o reír, cuando el cálido sol fileteado cortaba la polvorienta atmósfera que bañaba el saón de baile. Allí pudo contemplar al pequeño Juan Manuel sonriente y vivo. Sobre todo, vivo.

Pruden abrazó al niño y lo besó con desquiciado afecto. Le riñó sin demasiada convicción, pues la alegría por recuperarlo superaba al pánico que había padecido al perderlo. Con una palmadita en el trasero, el niño descendió, con gran cuidado, por la escalera hasta el salón donde dormía el pequeño Diego, ajeno a las angustias de su abuela y las aventuras de su hermano.

Pruden, sola en el salón de baile, miró a su alrededor con curiosidad. Hacía veinte años que no entraba allí. Aunque pareciese increíble, un buen día prefirió recordar aquel lugar tal y como era en vida de su marido. Allí había conocido a Fausto; y allí había bailado con él por primera vez. En aquel salón se hizo novia de su novio y prometida de su prometido. Allí bailó el día de su boda y allí, hace ya veinte años, lloró la muerte del único amor de su vida. Allí había pasado sus mejores momentos, y en su día optó, aún teniéndolo en su propia casa, por no volver a cruzar aquella puerta. Temía que el peso de los recuerdos que allí moraban fuese tan intenso que pudiese con su fortaleza.

Pero las cosas son así. Tras veinte años de fidelidad a su promesa, el pequeño Juanma le había hacho afrontar en soledad todo un torbellino de presentes que habían ido cargando la atmósfera del salón. Un salón de baile que hizo felices a decenas y decenas de parejas casaderas del pueblo y de los alrededores.
Pruden pensó en aquello más como una jugada del destino como en obra de Fausto, su Fausto, que utilizando la inocencia de su nieto, carne y sangre de su sangre, la había llevado a una cita en la que él proponía y ella, obediente, sumisa, encantada y enamorada, accedía de buena gana.

el pequeño Juanma le había hecho afrontar en soledad todo un torbellino de presentes que habían ido cargando la atmósfera del salón. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

La pianola reproducía viejos pasodobles que refrescaban el lado más feliz de los recuerdos de Pruden. La luz del mediodía se colaba por las persianas dibujando láminas de sol que atravesaban la estancia. El ambiente era cálido. Pruden, que hubiera querido marchar tras su nieto, sintió un fuerte impulso por volver a tocar, a sentir, a oler todo aquello que tanto tiempo había vivido en ella, más como una losa, que como el espacio agradable y mágico en el que se sentía cada vez más inmersa.
La habitación era un rectángulo, con ventanas en una de sus paredes, y un esquinado banco corrido entre otras dos. En un rincón, la pianola. Una vieja pianola que su padre compró al remozar el local, siendo Pruden muy pequeña. En otro extremo, apiladas unas sobre otras, varias sillas, en las que los muchachos se sentaban a fumar mientras decidían a quien cortejar.
En una pared, un oxidado anuncio de Fundador daba al local un carácter público. Representaba una enorme botella con una divertida leyenda «Fundador estilo Fine Champagne «. Junto a ella, como una sombra chinesca, la silueta de un hombre que fumaba satisfecho con un café humeante y una copa. A Pruden aquello le recordó las poses tan interesantes de los mozos al emular al caballero del cartel.
Cerraban el alarde decorativo del salón, algunas ilustraciones de capitales españolas, entre las que destacaba una de San Sebastián en su época de mayor esplendor. La leyenda en francés daba mayor caché a la » perla del cantábrico «.

En el suelo, unas viejas revistas de modas y espectáculos, ofrecían retratos de galanes ya olvidados. Pruden sonrió al ver la fotografía de una rolliza joven, muy de la época, que llamada Antonia Carretero había sido elegida » miss nosequé » en Cartagena.

Pruden, cada vez más ensimismada, ojeaba aquellos semanarios y algunos Blanco y Negro de mil novecientos treinta y tantos en los que se ofrecía cumplida información acerca de las novedades de Hollywood; en los que todas las chicas admiraban el estilo y la presencia de la Garbo, Carol Lombard, y Jean Harlow; en los que Clark Gable o Gary Cooper posaban rompiendo el corazón a niñas y mujeres del mundo entero; en los que aconsejaban a las jóvenes cómo enamorar al amor de sus sueños. Publicaciones que significaban una ráfaga de aire fresco en un ambiente rural, en el que tradiciones y tedio se confundían con facilidad. Eran esas revistas las que Pruden ojeaba ahora, tantos años después, gracias a la curiosidad de su nieto. Gracias a la voluntad de Fausto, pues seguía convencida que, desde dónde estuviera, Fausto movía los hilos de su vida.

Miraba Pruden con atención, un divertido anuncio que promocionaba » La insaciable «, último film protagoniado por Carol Lombard para la Paramount. Sobre él, la distribuidora en España afirmaba, » modelo de alta comedia refinada, de ambiente y argumento curiosísimo «. No recordaba aquella película…, cuando la pianola interpretó los primeros compases de » Muriendo por ti «, un desconocido pasodoble que para ella era el más impresionante y de mejor recuerdo. Fue con él con el que conoció a Fausto.
Pruden levantó la mirada y casi no se sorprendió al ver varias parejas de jóvenes que bailaban al compás de la música. Trataban de apretar sus cuerpos hasta el límite de la decencia y el decoro. Al otro extremo del local, entre la gente, un joven y apuesto Fausto la observaba con interés, esbozando una sonrisa.

Como un fantasma, sin posar sus pies sobre el suelo, se acercó a ella y la invitó a bailar. #OriolVillar #ElSilenciodeLosLocos Compartir en X

Como un fantasma, sin posar sus pies sobre el suelo, se acercó a ella y la invitó a bailar. Sus amigas cuchicheaban emocionadas. Su padre fumaba en un rincón, supervisando el comportamiento general. Su enorme y serio aspecto, como su dignidad, impresionaban a todos los presentes.

Pruden, confundida y feliz, se dejaba llevar por el salón al ritmo que marcaba el muchacho. La pianola desgranaba » Cobardemente «, un triste bolero que sugería amores intensos e imposibles. Todo giraba a su alrededor, y parecía transformarse a cada vuelta. Apoyada en el hombro de Fausto, lloró de emoción cuando éste la pidió en matrimonio. Miró al joven a los ojos y lo encontró mayor que hacía unos instantes. Besó sus labios, y sintió vibrar su cuerpo con una excitación sobrecogedora que deseó fuese eterna.

Continuará… Leer: El beso de Fausto 3ª parte. Un relato de Oriol Villar-Pool

© “El beso de Fausto” es un un relato de Oriol Villar-Pool

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